Entonces no era mi pueblo la mitad de lo que es hoy. Compon anle cuatro barriadas de mala muerte, bastante separadas entre s , y la mejor de sus casas era la de mi padre, con ser muy vieja y destartalada. Pero al cabo ten a dos balcones, ancho soportal, huerta al costado, pozo y lavadero en la corralada, y hasta su poco de escudo blasonado en la fachada principal. Nunca pude darme cuenta de lo que ven an a representar aquellos monigotes carcomidos y polvorientos; pero mi padre, que afirmaba haberlos alcanzado en su pr stina forma, me asegur muchas veces que eran unas abarcas, a modo de las del pa s, es decir, almadre as, y el busto de un gran se or con barbas y capisayo, y que todo aquel conjunto era como jerogl fico que significaba, en castellano corriente, Sancho Abarca, del cual descend amos los S nchez de mi familia. Parec ame ingeniosa y hasta agradable la interpretaci n, y acept bala sin meterme en nuevas investigaciones, no tanto porque as complac a a mi padre, que se pagaba mucho de estas cosas, cuanto por lo que de ellas se mofaban los Garc as contiguos, gentes ordinarias que nos miraban por encima del hombro, porque contribu an por lo territorial algo m s que nosotros, y nunca sal an del ayuntamiento.
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