(...) Miladis Hern ndez no parece escribir para que sepamos lo que la inquieta -lo que la inquieta es una frase demasiado mansa, ya lo s ; demasiado cursi tambi n-, sino para cumplir con la necesidad de estar en las palabras, de rebuscar en aposentos donde otros ya han mirado, con la diferencia de que ella parece mirar a determinada hora, cuando se ve distinto, y lo hace adem s con una mirada carente de pudor. Si lo que se impone un poeta, si lo que lo lanza al camino fuese un tonto af n de originalidad, todo quedar a reducido a simple gesticulaci n. La verdadera originalidad procede m s bien de una visita al lenguaje como recurso extremo -extrema la visita; extremo el lenguaje-, porque el poeta ya hizo de lo extremo un ritual defensivo. La sombra que pasa es como el testimonio de alguien que ve demasiado lejos. Esa visibilidad puede o no resultar provechosa, pero es intensa, ensordecedora tal vez. Por tal raz n la especie de visionario que ejecuta estos discursos intercambia su voz con la de algunos resignados ilustres: el patriarca Mois s, el adelantad simo John Donne, el turbador Coleridge.(...) Ese discurso empe ado en el desbordamiento, apocal ptico por su tono, puede allegar a algunos lectores una determinada inquietud. Jos Lezama Lima, por ejemplo, practica sus cerrazones como lances optimistas, la mayor a de las veces. Sacrifica toda cadencia, impone ritmos deformes -no siempre, por supuesto; alguien tendr en mente la ductilidad de "San Juan de Patmos ante la puerta latina"-, pero suele preferir los juegos a la erudici n, lo que considera una responsabilidad para con el conocimiento. Miladis Hern ndez -supongo que acusarme de comparaciones intempestivas resultar a trivial- opta, en este y en otros libros, por escenificar una rugosidad en la que ya mucho viene expuesto. Rugosa y expresiva. Con preferencia por las asociaciones dispares, voluntariosas incluso. Pero no celebra nada: ni el conocimiento, ni la muerte. Su iron a radica en dejar avisos de estados que, sospecha, exceden el mero mbito de eso que continuamos se alando como sujeto l rico.(...) La sombra que pasa es en todo caso, y de acuerdo con mi propia tendencia a lo reverencial, una oraci n por el Hombre, una puesta en escena de la vastedad del Hombre, y de su importancia.Rogelio River n.
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