No ten a m s consuelo temporal la viuda del capit n Jim nez que la hermosura de alma y de cuerpo que resplandec a en su hijo. No pod a lucirlo en paseos y romer as, teatros y tertulias, porque respetaba ella sus tocas; su tristeza la inclinaba a la iglesia y a la soledad, y sus pocos recursos la imped an, con tanta fuerza como su deber, malgastar en galas, aunque fueran del ni o. Pero no importaba: en la calle, al entrar en la iglesia, y aun dentro, la hermosura de Juan de Dios, de tez sonrosada, cabellera rubia, ojos claros, llenos de precocidad amorosa, h medos, ideales, encantaba a cuantos le ve an. Hasta el se or Obispo, var n austero que andaba por el templo como temblando de santo miedo a Dios, m s de una vez se detuvo al pasar junto al ni o, cuya cabeza dorada brillaba sobre el humilde trajecillo negro como un vaso sagrado entre los pa os de enlutado altar; y sin poder resistir la tentaci n, el buen m stica, que tantas venc a, se inclinaba a besar la frente de aquella dulce imagen de los ngeles, que cual mi genio familiar frecuentaba el templo. Los muchos besos que le daban los fieles al entrar y al salir de la iglesia, transe ntes de todas clases en la calle, no le consum an ni marchitaban las rosas de la frente y de las mejillas; sac banles como un nuevo esplendor, y Juan, humilde hasta el fondo del alma, con la gratitud al general cari o, se enardec a en sus instintos de amor a todos, y se dejaba acariciar y admirar como una santa reliquia que empezara a tener conciencia. Su sonrisa, al agradecer, centuplicaba su belleza, y sus ojos acababan de ser vivo s mbolo de la felicidad inocente y piadosa al mirar en los de su madre la misma inefable dicha. La pobre viuda, que por dignidad no pod a mendigar el pan del cuerpo, recog a con noble ansia aquella cotidiana limosna de admiraci n y agasajo para el alma de su hijo, que entre estas flores, y otras que el jard n de la piedad le ofrec a en casa, iba creciendo lozana, sin mancha, pur sima, lejos de todo mal con
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