El hogar es el santuario dom stico; su ara es el fog n; su sacerdotisa y guardi n natural, la mujer. Ella, s lo ella, sabe inventar esas cosas exquisitas, que hacen de la mesa un encanto, y que dictaron a Brant me el consejo dado a la princesa, que le preguntaba c mo har a para sujetar a su esposo al lado suyo: -Asidlo por la boca. Yo, ay nunca pens en tama a verdad. Avida de otras regiones, arroj me a los libros, y viv en Homero, en Plutarco, en Virgilio, y en toda esa pl yade de la antig edad, y despu s en Corneille, Racine; y m s tarde, a n, en Ch teaubriand, Hugo, Lamartine; sin pensar que esos nclitos genios fueron tales, porque -excepci n hecha del primero- tuvieron todos, a su lado, mujeres hacendosas y abnegadas que los mimaron, y fortificaron su mente con suculentos bocados, fruto de la ciencia m s conveniente a la mujer. Mis amigas, a quienes, arrepentida, me confesaba, no admitieron mi mea culpa, sino a condici n de hacerlo p blico en un libro. Y, tan buenas y misericordiosas, como bellas, hanme dado para ello preciosos materiales, enriqueci ndolos m s, todav a, con la gracia encantadora de su palabra.
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